Saturday, August 7, 2010

Confesiones de un vagabundo

Muchas creerían estar enamoradas de este idiota, sólo porque sus mentes están jugando a la obsesión. Pero no ella, la intensa hippy que me insulta y me desea al mismo tiempo.

Busco muchas mujeres a la vez porque me fastidio, porque me divierte más la búsqueda que el objeto encontrado, me entretiene más el camino que la ciudad destino. Ellas se dan cuenta de ello, y cada una tiene sus métodos para crearme un trayecto interesante, pero todas terminan abriendo la puerta de la ciudad y acaban con mi diversión. Es ahí cuando voy a la librería a comprarme el lonely planet de otra geografía, no importa cuán cerca esté de la que acabo de visitar, no importa si son frontera. De hecho pareciera que a ellas tampoco les importa.

Pero me encontré con Amapola. Una mujer que me mostró la ciudad la primera noche, pero sólo a través de una ventana. Me dijo que la ciudad esperaba que mis pasos la recorrieran, pero a su manera. Cuando vio que yo no tenía interés en indagar en los recovecos del lugar, se quebró su ilusión y con ella mi pedestal. Dijo que no era un vagabundo digno de la ciudad, que esta esperaba un caminante de verdad. Desde entonces Amapola entreabre la puerta de su muro, me deja asomarme por la rendija y luego el viento me cierra la puerta de golpe. Yo me quedo saltando de camino en camino, nunca de verdad entrando a ninguna ciudad. Y siempre echando un vistazo al muro de Amapola.

Ella es la única que se da cuenta de su contradicción, que la reconoce como tal y no se deja llevar ni por el deseo, ni por la confusión, porque sabe que su mente es errática, impulsiva y cambiante, sabe que pensar mucho en algo no significa nada. Ella ha tenido pensamientos que jamás seguiría, que se repiten y en los cuales nunca confía. Pensamientos como el incesto, como matar a su conejo, como lastimar físicamente a un ser querido, como lanzarse de un 5to piso por curiosidad. Si no le presta atención a esos pensamientos, por qué prestarle atención a los que me desean.

Su intensidad la hace ligera, su intensidad me golpea con la verdad. Me invita a acercarme al muro, pero nunca a tocar la puerta. Aún no sé si no entro porque no quiero, o por cobarde, o porque prefiero seguir recorriendo mis caminos sin destino final. Porque mi fin es el camino. O por lo menos lo ha sido así hasta ahora. Cuando quiera sobrepasar el muro, la puerta no se abrirá completamente, porque ya me vio vagar y sabe que no soy trascendente, sabe que soy pasajero y nada más. Amapola sabe mucho, y eso me llama y me repela. Me molesta que no siga su deseo, porque su deseo es mi deseo. Pero una vez satisfecho ella seguirá deseando, y yo no más. Y ella lo sabe. Se protege. Cierra su muro. Me pica el ojo a través de la rendija, pero nunca entraré a esa ciudad. Nunca sabré los tesoros que esconde. Nunca conoceré sus lugares bajos y peligrosos, la oscuridad que ahí habita, ni conoceré la magia de sus rincones, la luz de sus parques, la lujuria de sus espacios, las montañas de amor que encierra, las calles que se crean y desvanecen luego de ser transitadas. No conoceré este mundo completo, surrealista, hermoso, oscuro, trágico e iluminado que el muro de amapola protege.

Lo curioso es que yo ya tengo mi ciudad y ella cree que es la capital. Pero yo soy un vagabundo de lo que creemos mundo. De todas y de nadie… Quizás no vuelva a ver Amapola, pero siempre recordaré su guiño a través de la rendija, la viva expresión de nuestro deseo nunca satisfecho.